Ética de las relaciones humanas con el medio ambiente

15.04.2018

Las relaciones entre medio ambiente y sociedad muy comúnmente se enmarcan exclusivamente en el ámbito de la economía productiva. Dicho análisis es muy interesante, pues sirve para detectar las causas y las consecuencias de la actividad humana en el planeta. Sin embargo, sería erróneo pensar que el ámbito económico es el causante de los males que hoy nos acechan, pues no es más que la puesta en práctica de los valores que alberga la sociedad humana respecto al medio ambiente que lo rodea.

Hablar de valores es hablar de ética, entendida ésta como la reflexión y estudio de aquellos actos que los seres humanos realizan de modo consciente y libre. Pero no sólo eso, más allá del análisis la ética busca emitir un juicio que determine si esas acciones son buenas o malas.

Es un juicio ético y no político, que desgraciadamente en algunos casos no coinciden. La ética ambiental surge sobre todo con el objetivo de dar respuesta a los dilemas antes los cuales se ha encontrado la sociedad desde sus orígenes. Entre ellos, cabe destacar dos que son muy significativos:

  1. La superioridad moral de la raza humana sobre cualquier otra especie.
  2. La posibilidad de valorar los recursos naturales por su valor intrínseco de existencia.

Es importante remarcar que la respuesta que se le ha dado a estos dos dilemas ha marcado de forma crucial el devenir de nuestras sociedades y en consecuencia, el devenir de la biosfera.

Hablar de ética ambiental es hablar de Aldo Leopold el cual en 1948 publicó una de las obras más relevantes sobre este aspecto, A Sand County Almanac (algo así cómo: Almanaque del Condado Arenoso) que ha servido cómo guía intelectual y espiritual a varias generaciones de ecologistas. En él define la ética ambiental (o ética de la Tierra cómo él le llama) de la siguiente forma:

Una cosa es buena cuando tiende a preservar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad biótica. Es mala cuando tiende a lo contrario.

En ningún momento hace referencia al valor económico o a las consecuencias productivas que pueda traer el hecho de regirse por estos valores, sino que emite un juicio basado en el valor de la comunidad de la Tierra.

Es por lo tanto un gran paso el elevar aquellos conceptos de ética y de moral que parecían exclusivos de la relación entre seres humanos a una escala mayor, a escala planetaria.

Un sistema de conservación basado únicamente en el interés económico está desequilibrado. El segundo de los dilemas queda resuelto según Aldo Leopold por la necesidad de no ignorar aquéllos valores no comerciales que nos ofrece la naturaleza, pero que son esenciales para el funcionamiento saludable de la biosfera.

Sin duda es ésta una de las grandes razones de existencia del sentimiento ecologista profundo. Aquel que defiende la igualdad biocéntrica (todas los seres vivos, los ecosistemas que forman y en general todas las formas de vida tienen derecho a existir) y la posición del hombre en igualdad con la resta de seres vivos.

Surge por tanto la necesidad de que el ser humano limite sus posibilidades de existencia, porque al igual que en la relación hombre-mujer, la relación homo-Tierra necesita de una conducta social para llevarse a cabo sin provocar daño a ninguna de las dos partes.

Y por lo tanto, el hombre debe comportarse cómo un ser social, tanto dentro de la sociedad cómo de la biosfera. Eso implica también aceptar que hay que cambiar la forma actual de vivir en el planeta. Asumir que no tenemos una total libertad de actuación, porque eso sería romper las reglas de toda convivencia social.

Es por lo tanto la ecología profunda la que debería regir nuestras decisiones políticas, en contraposición a la ecología reformista (que tiene cómo objetivos la disminución de la contaminación, el uso eficiente de los recursos, el reciclaje... en definitiva la protección de la salud y las condiciones de vida del ser humano y el encaje de la sociedad de mercado en la biosfera), que parece ser que se ha adueñado de los discursos ecologistas institucionales.

Falta en esos discursos la defensa de los valores intrínsecos que ofrecen los ecosistemas. Falta, por lo tanto, algo tan sencillo como el amor por naturaleza, el respeto, la no propiedad de los recursos naturales y, en definitiva, la defensa de aquellas prácticas éticamente aceptables.

Pero claro, aceptar esto implica algo tan sumamente grave para la sociedad actual como el hecho de asumir que el máximo objetivo en la Tierra no es el beneficio económico, que la viabilidad económica es un argumento válido sólo cuando las prácticas que defiende sean éticas (cabe remarcar que hablo de ética ambiental y no de ética de las relaciones humanas).

En definitiva, aceptar que no estamos en la cima de la evolución. Que ni siquiera nuestra evolución social e intelectual ha llegado a su cima (si es que la hay) y que en consecuencia, aquellos axiomas que hasta ahora se impartían como verdades absolutas (el progreso, la competitividad, el mercado, la jerarquía del hombre y de la raza humana...) deben ser revocados en pos de evolución hacia una sociedad cada vez más ética.

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